Opinión


31/08/22

Enrique Álvarez

  1. Una oración por el agua

    Lo más probable es que yo esté equivocado y que todo lo que voy a decir en este artículo sea una especulación fruto de la impaciencia, que los hechos se encargarán de desmentir. Pero, como resulta que esos hechos ya están en el horizonte, la realidad presente me debe acreditar, al menos ante quienes tienen los ojos abiertos y no padecen de “optimitis” congénita.

    Cada vez llueve menos en la Tierra. No es un problema de España ni un problema de este año. Los lagos suizos se están secando. Las zonas del planeta que se desertizan llevan décadas extendiéndose. Es necio negar ya la evidencia: el agua que llamamos dulce, la que hace posible la vida humana, disminuye de manera inexorable. Podemos esperar que el próximo otoño traiga mucha lluvia y el invierno nieve, y que el problema se solucione con una buena racha de borrascas de aquí a unos meses. Pero no es eso lo que prevén los modelos de los meteorólogos a medio plazo. Prevén justamente lo contrario.

    Nuestra querida Tierra empieza a verse condenada a morir de sed, y será una muerte lenta, tal vez diez años, tal vez cincuenta. Un infierno seco le está esperando a la humanidad, un desastre frío y cruel que arrasará poco a poco la mayor parte no sólo de las regiones habitables sino de las bellezas de este planeta que tanto nos hacían amar la vida.

    Pero esa enfermedad que he llamado optimitis no sólo aqueja a quienes no lo creen así y están seguros de que este ciclo seco dejará paso antes o después a un ciclo húmedo. Aqueja también a quienes, viendo muy negra la situación del planeta por el cambio climático, consideran que el hombre puede ponerle arreglo a base simplemente de eliminar o de reducir una serie de industrias contaminantes (y entre ellas, por cierto, la industria de tener hijos). Que Santa Lucía les conserve la vista.

    Adiós, agua, adiós. Parece que la humanidad ha olvidado qué es en realidad el agua, o mejor dicho, de dónde viene el agua. El agua es el don primordial de la humanidad. El agua nos es dada gratuitamente y todo procede de ella. Así lo vio el primer filósofo y científico de la Historia, Tales de Mileto, hace 2.600 años. Pero al ser un puro regalo, el hombre no puede más que agradecerla y, por supuesto, pedirla cuando le falte. Y eso es lo que hemos dejado hoy de hacer: agradecer y pedir el agua. Quizá lo hagamos mañana cuando la tierra se haya convertido ya un infierno.

    Qué orgullo el de esta humanidad convencida de que con su solo esfuerzo puede ir resolviendo todos sus problemas, por mayúsculos que sean. La pandemia del coronavirus se venció con la vacuna. La guerra de Ucrania terminará cuando los que mueven sus hilos, en América y en Asia, consideren que han tirado ya bastantes bombas. Pero contra la sequía planetaria no hay vacunas que valgan ni negociaciones secretas que desbloqueen el anticiclón inamovible y generalizado.

    El agua es el símbolo primero de la acción vivificadora y purificante de Dios, del Dios providente que crea y sostiene al hombre. El regalo del agua lo es todo para nosotros, pero nosotros prescindimos de Dios hasta el punto de que ya ni los mismos cristianos dan valor alguno a este símbolo básico pues ni siquiera bautizan a los pocos niños que nacen. Podremos fabricar hombres sin enfermedades genéticas o automóviles que funcionen sin combustible o píldoras que multipliquen por diez nuestra capacidad intelectual, pero nunca podremos hacer que los frentes nubosos rieguen de nuevo España ni Suiza.

    Según la Biblia, Dios castigó una vez a la humanidad con un exceso repentino de agua, pero después prometió que nunca más lo haría (“no volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho”, Génesis, 8, 21), y por tanto los cristianos tampoco deberíamos creer que esta brutal sequía sea un castigo divino, un castigo destructivo, porque Él ya sabe que “las trazas del corazón humano son malas desde la niñez” (así dice el mismo versículo), como si el mismo Dios reconociera que nuestros pecados y crímenes carecen de remedio, y por tanto el palo no sirve de nada. Pero, ¿y si la ausencia irremediable del agua fuese el aviso divino, la señal cósmica de que el fin de la vida humana está en sus comienzos, la contrapartida de esa otra señal espiritual que es la ruptura del hombre con su creador, y la ignorancia de nuestra dependencia absoluta? ¿No será la muerte de Dios sino la muerte del hombre, y una muerte que no ocurrirá en un instante sino a lo largo de una serie de años ya iniciada?