Opinión


08/07/25

Enrique Álvarez

  1. La inverecundia

    Me lo contó un inolvidable poeta santanderino, muerto hace ya varios años (una calle en la ciudad lleva su nombre; pocos poetas tienen tal honor). Su mujer padecía Alzheimer; estaba en el último estadio de la enfermedad, perdida toda facultad cognitiva. Y cuando él, su marido, la llevaba al baño y le bajaba las bragas, ella lo rechazaba, se resistía. El pudor era lo último que la quedaba de mujer, de ser humano, el rasgo o la pulsión que más tiempo resistió a esa cruel enfermedad. 

    Fue el filósofo alemán Max Scheler quien nos lo enseñó: la vergüenza es característica esencial del ser humano, y no se trata sólo de un rasgo cultural o moral, sino que tiene un significado antropológico profundo que va más allá de las normas sociales. La vergüenza es un valor constitutivo, imprescindible, en todo hombre.

    Pues ese valor es el que está muriendo aquí. Según parece, en un momento dado de la historia, a saber por qué, la condición humana ha empezado a verse privada de esa emoción compleja y multifacética que llamamos vergüenza, sin la cual el hombre, tanto individualmente como la sociedad misma, hace aguas por doquier. Cuando vemos lo que está pasando en la política española, los escándalos que ya nadie puede negar, lo normal es decir que nos gobierna una gente inmoral, un hatajo de pícaros. Llamar “amoral” a Pedro Sánchez es un tópico en el que cae cualquiera. Pero Sánchez y sus secuaces han perdido mucho más que el sentido moral y del deber, mucho más que la conciencia. Han perdido la vergüenza. Si no fuera así, ya habrían salido corriendo, ya andarían buscando donde ocultarse. Pero no lo hacen porque, además de carecer de la humildad necesaria para reconocer sus errores y sus abusos, están privados también de esa emoción que nos hace sensibles a aquello que acusa nuestra fealdad. Su conciencia calla, pero también calla el mundo para ellos. No les apura nada el que la opinión de la gente -esa gente a la que tanto invocan- les acuse y señale. Son sordos a ella. No tienen valores, ¡pero ellos lo valen!

    Y el problema es que la desvergüenza no se limita a unos cuantos políticos, la inmensa mayoría tal vez. Los políticos no son una clase aparte dentro de la sociedad. Es esta la que se ha desvergonzado masivamente. En su nivel ético, los mandamases de la vida pública son meros epifenómenos del sustrato moral de la sociedad, es decir, son tipos normales que han subido al poder por una serie de circunstancias. No se reclutan entre personas de especial valía. No cuenta el intelecto ni la integridad. Cuenta sobre todo la cara dura para fingir, para mentir, y para no ponerse colorado. Cuenta la capacidad para mirarse en el espejo y no tener que cerrar los ojos ante el espectáculo de la propia indignidad. Pero así es hoy el hombre característico. Tiene mucho más miedo que vergüenza. Miedo al qué dirán, miedo a apartarse del rebaño, miedo a verse señalado y sufrir las consecuencias. Vergüenza poca, porque la vergüenza está dentro de uno mismo, es el repudio incondicionado a lo que uno mismo considera feo propio.

    Son estos los días del Orgullo. El Orgullo con mayúscula y ya sin adjetivos. Podríamos decir los días de la Hybris (consúltese en Google). Y muchos aún se sorprenden y se escandalizan de esos desfiles de gente tan cargada de derechos como horra de vergüenza. Y culpan a las instituciones que los promueven y que izan sus banderas en los edificios del común. Pero la desvergüenza, la inverecundia, no es sólo de los que desfilan y de sus valedores. Ni es un toma y daca de la izquierda contra el facherío. Pasan los días del Orgullo y la desvergüenza sigue. Las calles de la ciudad, en estos larguísimos veranos, están llenas de adolescentes y no tan adolescentes que caminan en bragas vaqueras con toda tranquilidad. No hay provocación, no hay sentimiento de culpa, hay moda. La moda del no pudor, del nunca más pudor femenino (¿o tal vez las chicas de diecisiete años son aún niñas inocentes?). La vergüenza es lo contrario del orgullo. La vergüenza preserva el secreto de la individualidad: el orgullo lo destruya para construir a cambio la identidad invasiva, agresiva, insolente del grupo. 

    He conocido en mi trabajo muchos caraduras que procuraban no dar ni golpe. Siempre los estimulaba el hacer lo que hacían otros (o más bien, no hacer lo que no hacían otros). No sentían ni gota de vergüenza; estaban cargados de derechos, y siempre o casi siempre bien amparaditos por los sindicatos. 

    Qué triste es cuando se tiene más miedo que vergüenza, cuando se tiene miedo a perder el poder, a que los tuyos te condenen, y no se tiene un átomo de vergüenza, esa facultad del alma que te hace verte por dentro a ti mismo, ese velo que te tapa la indecencia.  

    El problema es que cuando se pierde la vergüenza quizá ya nunca se puede recuperar. Y cuando se tiene, como la mujer de aquel poeta inolvidable, se tiene hasta en la médula del alma.

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03/07/25

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