Opinión


12/12/23

Enrique Álvarez

  1. Tres mujeres de azul

    Hay mujeres que hicieron grandes cosas en el pasado y que siendo ellas mismas grandes, incluso geniales, hoy resultan casi ignoradas. E ignoradas, sí, por el hecho de haber sido mujeres, aunque no precisamente a consecuencia del machismo o del patriarcado dominante en su tiempo, sino porque su condición femenina las ayudó a revestirse en plenitud de la cualidad máxima que puede alcanzar el ser humano: la humildad.

    Me voy a referir a tres de ellas: Beatriz, María Jesús y Dolores. Beatriz vivió en el siglo XV, María Jesús en el XVII y Dolores en el XIX. Las tres tuvieron mucho en común. Empecemos por lo menos importante, aunque sin despreciarlo: las tres fueron extraordinariamente guapas, con una belleza tan turbadora para los hombres que, sobre todo a Dolores y a Beatriz, les causaría gravísimos problemas. Las tres fueron místicas desde su adolescencia. Las tres abrazaron la castidad perfecta, que es el mejor modo que existe de amar a Dios y a los hombres, de donárseles totalmente. Las tres fueron españolas hasta la médula. Y las tres pertenecieron a la misma orden religiosa: la de la Inmaculada Concepción, las franciscanas concepcionistas.

    Beatriz fue su fundadora. Nacida en Portugal pero arraigada en España desde los catorce años, es la única de las tres que ha sido canonizada, en 1976. Santa Beatriz de Silva. Estoy seguro de que la gran mayoría de las mujeres españolas que llevan tan bello nombre ignoran qué hermosa fue en cuerpo y alma Santa Beatriz, qué relación estrecha tuvo con Isabel la Católica niña, qué experiencia terrible hubo de padecer por los celos de la madre de ésta, la reina también llamada Isabel, loca como lo sería su nieta Juana. Una lástima que a ningún cineasta español se le ocurra qué gran película podría hacerse con la vida de aquella mujer en la corte de Tordesillas.

    María de Jesús vivió siempre en la villa soriana de Ágreda. Era de una familia hidalga que transformó su casa en un convento ligado a la orden concepcionista y, sin salir jamás de él, escribió uno de los libros fundamentales del siglo XVII español, la Mística Ciudad de Dios, que incluye una deliciosa biografía de la Virgen María, inspirada en sus visiones y sueños, y tuvo el raro don de transportarse sobrenaturalmente al Nuevo Mundo y predicar a los indios. Hay numerosos testimonios de ello. Por su excepcionalidad tuvo que padecer el acoso de la Inquisición del que no le libró ni su amistad estrechísima con Felipe IV, aunque al fin quedó absuelta. Este rey, el penúltimo de nuestros Austrias, le cobró tal amor y devoción que mantuvo con ella a lo largo de dos décadas una correspondencia pasmosa por su ternura y hondura humana. Pocos documentos habrá en nuestra historia moderna tan conmovedores como estas cartas en que el gran rey, trágico rey de una España que se hunde irremisiblemente, le cuenta sus cuitas y miserias a la maravillosa humilde monja mientras ella se esfuerza con el mayor fervor en transmitirle los consuelos divinos. 

    Dolores Quiroga, conocida por su feo nombre en religión, Sor Patrocinio, es una figura clave en nuestro convulso siglo XIX. Es la equivalente a Santa Teresa en esa época. No tan escritora como ella, pero sí tan fundadora y tan famosa, sólo que con una fama inversa. Sor Patrocinio, la monja de las llagas, fue la persona más denigrada y calumniada de la España liberal, liberaloide y cristofóbica que dura hasta hoy, porque no deja de resultar asombroso que una mujer cuya inocencia y santidad extraordinaria se encuentran sobradamente atestiguadas, todavía no haya sido beatificada por una Iglesia tocada ya entonces de modernismo y de miedo a la opinión pública. Una opinión infame que la convirtió en símbolo del más rancio clericalismo y de su influjo nefasto en la reina Isabel II. Pero Dolores Quiroga fue simplemente una mujer bellísima, dulce, paciente, llamada por Dios a prefigurar en su cuerpo y en su vida los padecimientos de Cristo y, por ellos, el calvario y la persecución que le esperaba a la Iglesia española con la llegada intermitente al poder de las fuerzas anticatólicas, como bien nos ha mostrado su gran biógrafo actual, el catedrático Javier Paredes. 

    Beatriz, María de Jesús y Dolores tuvieron en común, además de lo dicho, y además de su común pertenencia a la orden de la capa azul, su vinculación plena con el dogma de la Inmaculada Concepción. Qué fea resulta la palabra dogma y qué maravilloso es el significado de éste, el que un ser humano, una mujer, haya sido elegida por Dios para ser Madre de su Hijo, madre ideal y madre perfecta y sin mancha, porque en Dios lo ideal y lo real son idénticos.

    Beatriz y María Jesús soñaron ardientemente con que un día ese hecho fuera reconocido por Roma. Dolores, quizá la que más sufrió de las tres, tuvo el consuelo de verlo realizado, en 1854.

    Tres mujeres españolas unidas por el dogma más bello que España peleó con pasión durante cinco siglos. Tres mujeres geniales, casi ignoradas, casi ocultas, a las que ningún hombre puede igualar.

    Y quizá sea el momento de decir en público que hay otras monjas geniales en la historia de España, no sólo Santa Teresa de Jesús, ya convertida prácticamente por la opinión contemporánea en símbolo del feminismo, e incluso (risum teneatis!) de la heterodoxia.

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