Opinión


23/08/22

Javier Domenech

  1. Un viaje sorprendente

    El reciente viaje del Papa Francisco por tierras canadienses me ha parecido un error más propio de un populista párroco local que del Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. Cuando los sentimientos de religiosidad se encuentran en regresión, sustituidos por la búsqueda del hedonismo, cuando las creencias religiosas pierden atractivo en un mundo vacío de espiritualidad, no creo que la pintoresca imagen de un Papa, ataviado con plumas de cacique indio pidiendo perdón a tribus de desconocidos indígenas por desmanes ocurridos siglos atrás sea un espejo que anime a reavivar la fe de los cristianos. Y menos cuando la ceremonia se realiza rodeado por descendientes de los colonos ingleses y franceses, que fueron los responsables directos de esos daños, sin que hayan expresado por su parte, gesto alguno de pesar. Resulta sorprendente que al final, en el curso de este viaje hayan sido más notorias las noticias relacionadas con la quebrantada salud del Papa que su esperado y no pronunciado, mensaje espiritual.

    Los viajes apostólicos, que antes reunían entusiastas multitudes en busca de una alternativa vital, no debieran  ser desplazados por peregrinaciones para corregir errores de otros tiempos. Porque si se reducen a pedir perdón por desmanes ocurridos hace siglos, podríamos iniciar un estrambótico recorrido de penitencia sin la menor incidencia en la vida espiritual de la Iglesia, cuya historia quedaría reducida a la de organización criminal al servicio de la Fe. Con ese afán habría que acudir a Estambul, a Jerusalén o a las tierras de Centroeuropa donde Carlomagno impuso el cristianismo a sangre y fuego. Y podría pedirse perdón por las escasamente edificantes obras de muchos Papas siglos atrás, por la matanza de los albigenses en Francia, por las condenas inquisitoriales de quienes pensaban de otra forma o por la destrucción masiva del arte Grecorromano, cuando las esculturas de los dioses páganos y sus templos fueron bárbaramente arrasados. E incluso cuestionar, en una simplísima y superficial lectura, las epístolas de San Pablo, señalando  a los esclavos el deber de obedecer a sus amos y a las mujeres mantenerse sumisas a sus esposos.

    El mayor horror del cristianismo en general, y de otras religiones ha sido la imposición de su fe con la espada, desde las conversiones forzadas de los pueblos bárbaros a las muertes causadas en las inútiles cruzadas. La colonización americana, ahora tan estúpidamente cuestionada con la destrucción de las estatuas que  honran las gestas de sus protagonistas, es fruto de una interpretación tendenciosa y falsa que sustituye la realidad, jaleado por dirigentes populistas que arruinan a sus pueblos y de universitarios in maduros que revisan la civilización con criterios de bachilleres indocumentados. Creer que los frailes que ejercieron su labor en tierras americanas lo hicieron al servicio de intereses comerciales es simplemente un miserable desconocimiento de la historia y una simplista visión de los acontecimientos de hace siglos, analizados con la mentalidad del siglo XXI. Los mártires  de la Compañía de Jesús de las misiones del Japón, Paraguay o de Honduras –y esto debería importante para un jesuita como el actual Papa– no se merecen este recuerdo como tampoco los miles de religiosos que han sacrificado sus vidas y las  arriesgan hoy, en múltiples lugares de la tierra, desde Sudán y Oriente Medio a Nigeria, Pakistán o América Central, dedicando sus esfuerzos a la atención de los más olvidados. Y desde luego, sin promover ningún beneficio a las empresas multinacionales o a los políticos locales.

    Se me ocurre que entre las preocupaciones del Papa Francisco debiera figurar en un lugar destacado la integración de las mujeres en las tareas de responsabilidad de la Iglesia, la búsqueda de soluciones para acabar con la actual escasez de sacerdotes atendiendo las templos vacíos con sermones carentes de un mensaje atractivo o el apoyo firme a los lugares donde existe una Iglesia olvidada en la que arriesgan sus vidas miles de cristianos.

    Y lo digo desde mi humilde pertenencia a la fe católica, sin ningún sentimiento de culpabilidad hacia los desmanes que pudieron cometer hace siglos, los tataraabuelos de mis tataraabuelos.