Opinión


01/03/23

Enrique Álvarez

  1. La verdad, prohibida

    No está muy lejano el tiempo en que el aborto era siempre un delito en España. Apenas hace treinta y ocho años que la ley introdujo las primeras excepciones, los famosos tres supuestos que el Tribunal Constitucional validó. El aborto quedó, así, despenalizado (no legalizado) parcialmente. Dos décadas después una nueva ley amplió esos supuestos. No se reconoció, todavía, el derecho al aborto, pero el margen de despenalización creció tanto, que en la práctica la interrupción voluntaria del embarazo quedó convertida en un derecho de la mujer. Han pasado doce años más y ahora el Tribunal Constitucional acaba de validar también esa segunda y ya obsoleta ley.

     Tan obsoleta que, siendo todavía considerable la franja en que el embarazo no puede interrumpirse, una tercera ley del parlamento español viene a agrandar un poco más ese derecho. Dado que ciertos sectores de la sociedad aún lo cuestionan, aunque se limiten al ejercicio de la palabra, el paso siguiente será convertirlo en derecho fundamental: que nadie pueda coartarlo en modo alguno so riesgo de incurrir en delito. La ley penal en marcha, sin necesidad de reforma constitucional, ya contempla esta consagración del acto abortivo como un pilar básico de nuestra democracia.

    Así, hemos pasado de luchar por que una mujer que aborte no vaya a la cárcel a luchar por que vayan a la cárcel quienes intenten persuadir a una mujer para que no aborte. Se puede persuadir a cualquier hombre a que se suicide; no le va a pasar nada; pero si un médico, un cura o un ciudadano cualquiera persuade a una mujer a que siga adelante con su embarazo, intenta hacerle ver que alumbrar una nueva vida puede valer la pena, tendrá que vérselas con el código penal.  

    Claro que tampoco ahí se detendrá la cosa. Un embarazo dura nueve meses y un derecho tan fundamental como el de del aborto necesita estar protegido hasta el último momento, porque pueden sobrevenir circunstancias no previstas que conviertan el embarazo en indeseable en los dos meses finales. Países como Inglaterra y algunos estados americanos ya han dado el paso: se permite abortar en cualquier instante antes del parto, e incluso, si el feto ya viable sobrevive al acto abortivo, será lícito dejarlo morir. En España también llegará esto. La lucha por los derechos de la mujer nunca va a tener un tope; siempre habrá nuevos objetivos que conquistar.

    ¿Cómo ha sido posible esto? ¿Cómo en tan corto tiempo, apenas cuatro décadas, la inmensa mayoría de los ciudadanos de un país ha pasado de creer en el valor de la vida, en el derecho a la vida de los fetos humanos, a negar absolutamente ese derecho, a negar incluso el derecho de los padres, de los médicos o de los tutores a mostrarle a la mujer embarazada que la nueva vida que lleva en su vientre, y el pequeño corazón que ya late dentro de él, pueden ser maravillosos?

    ¿Y cómo ha sido posible que, en mucho menos tiempo, ese gran partido político que representaba a la mentalidad tradicional, familiar, conservadora, del pueblo español, se haya pasado con armas y bagajes al enemigo, y defienda tan encarnizadamente como él el derecho a abortar sin reflexión, sin cortapisas y sin topes?

    Pues ha sido posible no por una iluminación del cielo democrático ni por una caída del caballo autoritario sino por el miedo al poder de los grupos de presión. El miedo a perder las elecciones ante la influencia arrolladora de los activismos feministas. Y es que en el mundo de hoy la fuerza no la tiene un tirano ni un ejército ni una iglesia, ni siquiera una élite de capitalistas (aunque ésta juegue su papel) sino esa cosa que antes se llamaba opinión pública y que hoy podemos llamar muy bien “mentira organizada”, mentira no porque propale falsedades sino porque es una máquina, engrasada con muchísimo dinero, que se dedica a perseguir la verdad, a silenciarla por la vía de la coacción, una máquina hecha de gente, de mucha gente, de muchos hombres y mujeres cuya fuerza es la masa, no el cerebro sino la furia ciega.   

    No hace falta ninguna encuesta para asegurarlo: la gran mayoría de los españoles está convencida de que hoy por hoy vivimos en el momento de la Historia con mayor nivel de libertades; tenemos más libertad que nunca, de pensamiento, de expresión, de asociación, libertad sexual, incluso libertad de empresa. Pudo haber épocas más prósperas que la nuestra, pero pocos se atreverán a creer que las hubo más libres, épocas en que el hombre se sintiera menos oprimido por las leyes, por la sociedad o por la familia. Podríamos decir, parafraseando a Leibniz, que hoy vivimos, si no en el mejor, al menos en el más libre de los mundos posibles. 

    Lástima que esa libertad esté edificada sobre el altar de la verdad. Lástima que esas libertades sean sólo las que convienen al poder ciego de las masas y no aquellas que la debilidad de la sabiduría alumbra.